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Historias de ¿amor?

Actualizado: 12 mar 2019

Ilustración de Skullflower


De niña creía en las historias de amor. Esas donde las personas (entiéndase hombre+mujer) luchan contra cielo, mar, tierra y los dioses, de ser necesario, para poder estar juntos. Creí en la ficción de las películas: la princesa, el beso de amor verdadero, el “felices para siempre”. Luego mis papás se separaron y aunque no lo recuerdo, creo que fue después de eso cuando asumí que el amor dolía: que las lágrimas, la incertidumbre y la confusión eran parte del todo. Poco a poco, mi idea acerca del amor se confundió con la del reconocimiento. Y así, la adolescente insegura que fui, buscó casi con ansiedad historias sobre chicas aparentemente insignificantes o marginales a las cuales un día notan y su vida se transforma. El concepto de las mujeres “patitos feos” que sólo necesitan ser descubiertas para convertirse en lo mejor de sí mismas me esperanzaba tanto como me deprimía.

Eso busqué en las novelas o en las películas: historias de amores complicados cuya resolución parecía una recompensa entre todo lo malo. No leía a las autoras clásicas porque conservaba un reproche silencioso hacia Louisa May Alcott desde los diez años cuando me sentí frustrada al leer que Jo March rechazaba a Laurie, quien me parecía la pareja ideal para ella. Y el giro que dio después la vida de las hermanas March en relación con el matrimonio me indignaba. ¡¿Cómo había podido hacernos eso a las lectoras?!


Preferí, entonces, historias como la de Crepúsculo (cuyo mérito fue llevarme a leer Cumbres borrascosas) o me clavaba con películas basadas en los libros de Nicholas Sparks, deseando para mi vida una relación como aquellas, que no tenían cabida en el mundo real. El amor me parecía un asunto de suerte o de perseverancia, de que alguien se fijara en mí y me rescatara.

Muchas de las novelas que leía entonces me aburrían si no habían un idilio amoroso en ellas y casi todas las que cumplían con ese requisito estaban escritas por hombres. Pero está bien. Entonces no veía lo que ahora sí. Probablemente si hubiera leído historias diferentes, escritas por mujeres que narran cómo la entrega absoluta de tantos personajes femeninos implica olvidarse de ellas mismas, no hubiera sido capaz de dilucidar que aquella forma de actuar era resultado de una desigualdad. Es más, me parecía lógico ceder cuanto fuera necesario a cambio del “amor” recibido.

No hubiera sabido valorar como ahora que para que haya un final feliz no es necesaria la unión de dos personas; que a veces basta conquistar la autonomía, entregarse a una actividad, viajar, moverse, o incluso escapar. He llegado a descubrir en mis lecturas verdaderas historias de amor: hacia el mundo, a la vida, hacia otras posibilidades, hacia el lenguaje, hacia unx mismx.


El fin de semana, platicando con mi mamá, me dijo “Ojalá el feminismo hubiera llegado antes a mi vida…, hubiera sido mejor para ambas, porque también te hubiera educado con esas ideas”. Creo que las dos pensamos en cuántas cosas hubieran sido diferentes: sus decisiones, las mías, nuestra relación, incluso.

Yo me asumí feminista después de la catarsis que experimenté en un círculo de lecturas feministas en la sesión dedicada al amor romántico. Ahí, vulnerable frente a otras mujeres, enuncié la cantidad de violencia vivida en mis pocas pero intensas relaciones. Deseé no volver a compararme con nadie, no pensar que debía hacer méritos para que se fijaran en mí, y tampoco creer que por amor se puede hacer todo, se debe perdonar todo, o que los problemas aderezan el amor.

La idea de ser reconocida y rescatada ya no me parece inspiradora ni deseable. Tampoco me apetece ser musa o salvadora de nadie. Porque ahí, entre líneas, difuminada en las historias de amor, se esconde la historia de las mujeres que aman, a pesar de todo y de sí mismas, porque no se les enseñó que otras formas de amar eran posibles.

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