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Una habitación propia [para chillar]

Actualizado: 12 mar 2019

Ilustración de Skullflower


Cuando cursaba la carrera, mi conocimiento de escritoras era escaso. Aunque ubicaba algunos nombres y otros tantos títulos, casi no los leía ni cuestionaba tampoco que en los programas de mis materias no figurara, la mayorías de la veces, más de una o acaso dos autoras. Recomendaciones no me faltaban, por supuesto, mi resistencia era producto de mi contexto, donde creía que esas obras siempre hablaban de lo doméstico (y pues qué aburrido) o que si no se trataba de Sor Juana, no tenía caso leerlas.


A inicios de este año me hice el propósito de leer más mujeres y casi al mismo tiempo, comencé a asistir a espacios donde privilegiaban los textos de éstas en sus diversas modalidades: desde la teoría hasta la narrativa pasando por los ensayos e incluso listas. Pero hasta que tomé un taller de autobiografía para mujeres me percaté de que mucho de cuanto había estado leyendo era narrado desde una primera persona, fueran o no escritos autobiográficos o autoficcionales. Reconocí, a la par, una tendencia mía a escribir también desde la experiencia y enfrenté la dificultad de asumirme autora de mis propias historias y opiniones.


Por otro lado, me perseguía el fantasma de un ensayo que nunca había leído pero que sabía-que-debía-leer. Una habitación propia se manifestaba, sin una pizca de sutileza, en distintas conversaciones acerca de la literatura hecha por mujeres. Así, al leerlo (por fin) hace unas semanas, terminé de convencerme de la importancia no sólo de las condiciones materiales en las que una escribe, sino también de que escribir(nos) puede ser una labor de (auto)cuidado.


Si bien reconoció la proeza de las novelistas decimonónicas al desarrollarse creativamente entre las numerosas distracciones que tenían y los pocos espacios y tiempos con los que contaban para sí mismas, Virginia Woolf lamentó que, por ejemplo, la prosa de Charlotte Brontë expusiera de forma tan evidente su enojo ante las injusticias que limitaban a su sexo. A su parecer, “[abandonar] la historia […] para atender a una queja personal”, era un claro traspié en el trabajo de dicha autora, quien hubiera sido mucho más prolija de no haber escrito desde la víscera.


No obstante, incluso dicho texto refleja ironía y, sí, también enojo, ante las declaraciones que de las mujeres han hecho tantos autores, ante la imposibilidad de entrar a una biblioteca por la simple razón de ser mujer y tantas cosas más… Escribir desde la rabia, la tristeza, desde la indignación o la vergüenza que atraviesan la experiencia femenina es incluso más difícil aunado, precisamente, a la ausencia de condiciones para la escritura. Al asumir una voz capaz de describir y narrar pero también de gritar, llorar y rebelarse al mutismo de lo privado, las autoras toman presencia dentro de esa gran habitación que es la Historia y dicen lo que los otros callan, para, muchas veces, revalorar sus experiencias al margen del statu quo que se les ha impuesto; por eso la obra de tantas de ellas está fuertemente vinculada a sus biografías.


Citando una última vez a Woolf, “sería una lástima terrible que las mujeres escribieran como los hombres, o vivieran como [ellos]”. No tengo duda de que si existe un espacio para empezar a creer (y crear) otras formas posibles es la literatura. Y ya que nuestras experiencias han sido tan distintas a las de los hombres, es de esperarse que también nuestra forma de narrarnos lo sea. Para contar esas historias no necesitamos bajar la voz ni calmarnos, necesitamos una habitación propia para leer a nuestras antecesoras, para escribir nuevas realidades y, ¿por qué no? también para chillar.

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