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Leer autoras

Actualizado: 12 mar 2019

Ilustración de Skullflower


Como escribiera Rebecca Solnit, “los hombres me explican cosas”. Una de las cosas que más me explican es cómo la literatura no tiene género y ellos no se fijan si los libros que consumen están escritos por hombres o por mujeres.


Al metro se sube un vendedor de grandes clásicos de la literatura no lo pague a su precio original lléveselo a veinte pesos. Pregona su catálogo: El arte de la guerra, Colmillo blanco, Cuentos de la selva, El retrato de Dorian Grey, El gato negro y otros cuentos, etc. Menciona todos los títulos seguidos de su autor (hombre) a excepción de uno, Cumbres borrascosas, el único de la lista escrito por una mujer. Lo que es una nimiedad en este contexto particular forma parte, sin embargo, de un fenómeno que abarca incluso ámbitos que se jactan de ser muy cultos.


Para mí, 2018 fue un año de leer autoras: poetas, ensayistas, novelistas, cuentistas, investigadoras. Hice a un lado mis prejuicios como lectora y miré desde otro lugar la escritura de las mujeres. ¿Que las mujeres escriben acerca de lo doméstico? Sí. ¿Que las mujeres han escrito sobre la maternidad? Sí. ¿Que esos temas son menores, que a nadie le importan, que están en el ámbito privado y que ahí deberían quedarse? Afirmar esto es obviar que las mujeres hemos sido y somos pieza fundamental para la generación y conservación de la vida, que sin ese trabajo que se menosprecia, se invisibiliza o se justifica en nombre del “amor”, muchas de las grandes figuras de la historia universal, o todas, no habrían podido ser.


La escritora argentina Samanta Schweblin posteó hace un tiempo en Twitter que “la literatura escrita por mujeres no es una moda pasajera, [sino] lo que escribe la otra mitad de la humanidad”. Cómo, me pregunto entonces, van a ser un asunto menor, privado y sin importancia las experiencias de la mitad de la humanidad (!) Me sorprende que incluso en la carrera de Letras muchos siguen dividiendo la literatura según temas “masculinos” o “femeninos”. Así, si un autor aborda temas sobre los hijos, por ejemplo, o si crea el personaje de una mujer fatal y se regodea en cómo vive esa mujer su sexualidad y todo lo que puede hacer…, se le aplaude y se le juzga con comentarios como “es una escritura muy femenina”, “logra captar la voz femenina”; de la misma manera, existen casos como el de la mexicana Laura Méndez de Cuenca que logró formar parte del grupo hegemónico de escritores del siglo XIX porque consideraban que escribía con cierta “virilidad” (?).

Pero, ¿realmente sentimos identificación en los textos de los autores que nos describen, nos clasifican, determinan nuestras acciones y se vanaglorian de saber cómo somos/ pensamos/ sentimos/ actuamos las mujeres? Yo, al menos, puedo afirmar que evito leer a escritores cuya especialidad es la creación de personajes que sólo he visto en la ficción, mujeres súper poderosas que los atormentan, mujeres que no reconozco más allá de la hipótesis; y me río con ironía e indignación cuando leo pasajes donde con una seguridad de no creerse se narra cómo disfrutan las mujeres el papel en que se les ha colocado sin más. Cuando asumí este disgusto como una realidad, dejé de sentirme mal por algunos libros o autores que por muy canónicos que sean he decidido no leer.


Y es que, honestamente, comenzar a leer autoras con plena conciencia y voluntad ha sido fundamental para mi entendimiento del mundo, de mi educación, de mi vida. Cuando en los textos encuentro tantas posibilidades reales, crudas, dolorosas o alegres de experimentar el ser mujer me sensibilizo ante las diferencias de oportunidad existentes y se fortalece en mí la necesidad de hacer algo para cerrar las brechas y que todas podamos hacer cuanto deseamos.


Porque aun las novelas que parecen sólo de amor, de cosas domésticas, o de superación personal están permeadas por las constantes imposiciones, violencias y obstáculos a los que nos hemos enfrentado por siglos y que, para muchas siguen siendo insorteables. En Mujercitas, Jo March se esfuerza por crear en un mundo que le dificulta ejercer la escritura; las criadas de Margaret Atwood son simples incubadoras al servicio del régimen de Gilead; la escultora Susan Gaylord de Pearl S. Buck debe atravesar toda una serie de condicionantes para lograr desarrollarse artísticamente; y cada una de las pasajeras de El vagón de las mujeres (sobre)vive como mejor sabe o puede, no hay buenas ni malas, sólo un ímpetu de vida que comparten con Akhila, quien se pregunta si una mujer puede vivir sola en un contexto como el de la India.

Algo fundamental de la lectura de autoras es recordar que, como bien dice Ursula K. Le Guin, la gran mayoría de ellas han escrito a pesar de no tener “un cuarto propio” ni recursos suficientes y que la ardua labor que han desarrollado a lo largo del tiempo reivindica la experiencia de todas nosotras. Como también menciona, es una lástima “que las convenciones […] todavía estén dispuestas a admitir exclusivamente la experiencia que los hombres tienen, de los cuerpos, de las pasiones y de la existencia de las mujeres” y que, además, “escribamos como si nuestra sexualidad se redujera a la cópula, como si no supiéramos nada del embarazo, del nacimiento, de la lactancia, de los cuidados maternos, de la pubertad, de la menstruación, de la menopausia”.


Si las mujeres escribimos acerca de eso porque sabemos del tema, como también de muchas otras cosas: de política, economía, filosofía, historia… y es lógico que cuanto podemos decir de dichos temas esté atravesado por nuestra condición de mujeres, pues son aspectos del mundo cuya hegemonía han tenido siempre los hombres. Y aun así siempre ha habido mujeres que han escrito y dejado testimonio de su presencia, de su vida, de su mirada; debemos leerlas, aprender de ellas. Hay que leer mujeres porque importa, y mucho, lo que esta mitad de la humanidad tiene que decir.

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