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Fallar

Actualizado: 12 mar 2019

Ilustración de Skullflower


Nadie me dijo que debía ganar, supongo que lo fui aprendiendo de manera intuitiva. Lo aprendí cada vez que alguien me daba un premio por hacer las cosas que, de hecho, eran mi obligación. Desde peluches que prestaban durante un fin de semana a lxs estudiantes mejor portadxs, hasta caritas felices de plástico para quienes respondían correctamente o participaban que al final de la clase se cambiaban por dulces. Esto fue durante los seis años de primaria.


Luego llegó la secundaria con fracasos múltiples como reprobar, llegar tarde a mis clases y tener que presentar varios exámenes extraordinarios. La preparatoria no fue mucho mejor, pero al menos en cierta medida comencé a enterarme un poco más de las cosas y trabajar con amigas contribuyó a que consiguiera aprobar mis materias sin tanto sufrimiento.


Cuando se acercó el momento de elegir carrera quería estudiar Letras Inglesas. A diferencia de otras licenciaturas, ésta tenía un proceso de selección previo que constaba de un examen. Dicha prueba se realizaba a todos los aspirantes algunos meses antes de que ingresáramos en el sistema nuestras opciones para el pase reglamentado a nivel superior. Sobra decir que no pasé el primer filtro, de otro modo no hablaría de ello aquí. Me sentía terrible y avergonzada.


No tenía ni idea de qué hacer o cuáles eran mis opciones. Elegí, pues, una carrera parecida aunque no era de todo mi agrado. No me atrevería a juzgar si fue una buena o una mala decisión porque la odié la mitad del tiempo pero la amé el resto. Descubrí cosas que no sabía que me interesaban, y renegué de otras tantas que daba por hecho, me abrí a la posibilidad de quizá no debían ser siempre de cierta manera. Aprendí mucho (aunque probablemente no lo que decía el plan de estudios).


Después de varios traspiés, me encuentro haciendo una tesis acerca de algo que me fascina tanto como me conflictúa, un tema que hizo que comenzara a interesarme en la perspectiva feminista. Este proceso me ha confrontado de diversas formas. Ha habido momentos en que, durante una entrega de correcciones, me he puesto a la defensiva aferrándome con uñas y dientes a mi escrito. Pero hace un año, me sentí tan mal que me bloqueé, y desde entonces escribí cada vez menos y más lento. Tuve miedo de hacerlo mal y pausé la elaboración de mi escrito. Entonces empecé a cocinar.


Cocinando he obtenido resultados que no me han encantado. La verdad es que tengo (¿tenía?) baja tolerancia a la frustración cuando algo no queda como lo había planeado. Hace unas semanas preparé una gran cantidad de galletas para vender y, por primera vez en la vida, se me quemó una charola completa, lo cual fue ya de por sí horrible…, pero no había sido suficiente porque en otra, varias galletas se pegaron y se partieron al intentar quitarlas. Dramáticamente, aventé a la mesa mis guantes de cocina. Me enojé, grité, gruñí, me enojé más. Luego me calmé y me puse triste. ¿Por qué una falla me llevaba al extremo de ponerme así? Nadie me dijo que debía ganar o que todo debía salirme bien a la primera. Pero por algún motivo yo me había contado esa historia. Y me estaba haciendo mucho daño.


La semana pasada, intenté arrancar con otro proyecto, pero no pude terminar lo que había prometido: unas libretas. Por error, había pegado mal unas cosas y luego, gracias a la guerra ancestral que mantengo con el pegamento, algunos de mis papeles se humedecieron y se arrugaron, dos se rompieron. Eran casi las tres de la madrugada y ya no podía más. Negocié conmigo misma el descanso aludiendo a la posibilidad de intentar reparar los errores por la mañana… o no. Cuando me desperté, traté de corregir lo que había hecho. Pedí consejos, tomé nota. Observé con cuidado mi trabajo. Me reí. Había echado a perder parte del material y era consciente de que no entregaría algo que no estuviera bien hecho. Para lograr eso me hacía falta práctica. Y para obtener esa práctica a veces tendría que fallar.


Reconocí que en aquel momento no podía hacer más que cancelarle a la persona con la que había hecho el trato e indagar qué había hecho mal para no repetirlo en el futuro. Sin azotarme ni sentirme mal. Y me gustó, especialmente porque nunca había experimentado esa tranquilidad al equivocarme. Por vez primera entendí la necesidad de fallar para aprender. Me prometí no volver a explotar cuando me equivocara sino ser paciente y amorosa conmigo. Sobre todo, me prometí honrar cada uno de mis procesos y valorar las grietas y los obstáculos como oportunidades para mi crecimiento en lugar de verlos como defectos en mí.


Ahora, en un momento de mucha actividad, en busca de cosas nuevas que aprender y con otras tantas ya en mente, he empezado a aceptar que a veces las cosas no saldrán como quiero. Otras, no saldrán en absoluto. Y está bien. Como dice uno de los puntos del “Decálogo sobre el caminar” que aparecen en el libro En camino. Taanuxiimbal de Christiane Burkhard: “Es importante perderse en el camino. Porque en la necesidad de encontrar un sistema de ubicación, surge el conocimiento”.


Nadie me dijo que debía ganar. Supongo que lo asumí porque vi que en todos lados quieren que compitamos, porque me han hecho sentir que si las cosas no son perfectas no valen la pena. Pero no es cierto. La satisfacción de ir logrando las cosas, de mejorar, de entender que todo es perfectible, es una de las ventajas de fallar.

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