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De abuelas y otras historias (familiares)

Actualizado: 12 mar 2019

Ilustración de Skullflower

Tuve una abuela sabia. Una abuela que pasó sus primeros años en el campo, que conocía el lenguaje de la naturaleza y veía el mundo de una forma muy especial. No la vi envejecer; y mientras la tuve cerca no sabía todo lo que podía aprender de ella. Sus historias han llegado a mí como ecos reproducidos, sobre todo, por mi mamá. Digo “sus historias” pero me refiero no sólo a las que ella contó, sino a la ficción que acerca de ella han elaborado otras personas y, a través de recuerdos a veces difusos, yo misma. Ella poseía historias de su pueblo y su familia. Contaba, por ejemplo, de cuando se la trajeron a la ciudad y tuvo que dejar su muñeca; la tristeza que esto le causó se sumó a la desilusión que sintió al llegar a la capital. No era lo que había imaginado. Migración. Vestigios de la infancia.


Mi abuela fue primogénita, su madre la tuvo a los quince años. Sé que después de tener a sus primeros hijos, a ella le cambió la vida debido a rumores malintencionados de los que afectan sólo a las mujeres, porque (¡qué se le va a hacer!) así funciona el mundo. Reputación puesta en duda. Mujer carente de credibilidad por el hecho de serlo.


Me gusta saber que mi bisabuela participó en las primeras elecciones donde votaron las mujeres en México. Así, uno de los hilos que forman el tejido de mi propia biografía se entrelaza con acontecimientos de la Historia, esa gran ficción. Como también esa otra anécdota sobre el padre de mi bisabuelo, a quien mataron durante la Guerra Cristera sin que estuviera participando siquiera. ¿Un error, una confusión acaso?


Mi otra bisabuela materna nació en la Ciudad de México y fue educada como toda “niña bien” del Porfiriato: asistió al Colegio de las Vizcaínas y sabía tocar el piano y cantar. Preparada para ser esposa y madre, se casó. Su esposo, tras despilfarrar la herencia que le habían dejado, se largó. Más tarde, aunque tenía cuatro hijos de su matrimonio y a pesar de la diferencia de edades, tuvo, con un hombre más joven, dos hijos más: uno de ellos, mi abuelo materno.


Curiosamente, también mi abuelo paterno fue parte de la última serie de hijos que tuvo su madre, de quien mi bisabuelo estaba tan enamorado que se casó y dio su apellido a las hijas que ya tenía mi bisabuela. Ambas fueron más allá de la convención. Desafiantes como también lo fue una de mis tatarabuelas, juzgada por su comunidad por atreverse a compartir su vida con un hombre después de enviudar.


Al desmenuzar algunos de los relatos en mi árbol genealógico, confirmo cuán cierto es que “la realidad supera a la ficción”. Así como disfrutamos o sufrimos al ver una película o leer un libro, indagar en las ficciones familiares puede ser fascinante… o doloroso, o incómodo, o inspirador. En todo caso, es innegable que las condiciones de vida de las mujeres que nos precedieron, tanto como las decisiones que pudieron o no tomar fueron factores determinantes para que llegáramos al mundo. Porque sin ellas, ¿cómo?


En Respiración artificial, de Ricardo Piglia, aparece la interesante frase “nunca nadie hizo jamás buena literatura con historias familiares”, que contradice los párrafos que la anteceden donde el narrador enuncia algunos pormenores acerca del hermano de su madre. Entre otras cosas, menciona que cuando hablaban sobre él lo hacían en voz baja.

Son las historias que se transmiten mediante susurros, los tabúes familiares, los florilegios formados alrededor de ciertos acontecimientos, lo que constituye si no la “buena literatura” (aunque a veces sí lo hace) sí muchos de nuestros mitos personales. Por eso deberíamos conocerlas y repetirlas como un mantra o memorizarlas como los caminos donde sabemos las rutas más seguras y los lugares a evitar.


Tuve una abuela sabia que ya no podrá responder las preguntas que quisiera hacerle. No sabré de su propia boca qué pensaba y si hubiera actuado diferente en algún momento de su vida. No podrá contarme a qué jugaba o qué deseaba cuando era niña. Pero tengo otra abuela de la cual puedo aprender aún muchas cosas y preguntarle, ahora que sé la importancia de hacerlo, antes de que sólo me queden los ecos.

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